domingo, 5 de junio de 2011

Crónica del cañón que nunca existió (un cuento corto).

"NIGHTHAWKS" / Edward Hooper, 1942





El hombre en mangas de camisa termina de limpiar la cafetera, deja el paño húmedo junto a la estantería de las tazas y cucharillas y enciende un cigarro. El hombre de la cresta verde entra en el bar y saluda.


—¡A los buenos días!

—¡El que faltaba para el duro! ¡Ahora sí que ya estamos todos!


El encrestado mira alrededor, no ve a nadie más, junta las dos manos extendidas ante él y frota, resopla.     


—No veas el frío que hace ahí fuera, macho…

—¡Nos ha jodido el retaco éste! ¿Pero tú de dónde sales, criatura? ¡Que el verano hace ya rato que acabó!

—Ahí lo has dicho bien, ahí… Anda, ponme un café con leche y un cruasán desos tuyos, ¿quieres? —Dice el encrestado, se sienta en el taburete, saca un paquete de tabaco de un bolsillo del pantalón y lo deja sobre la barra.

—¡Marchando! —dice el hombre en mangas de camisa. Se lava las manos, las seca con el paño, prepara el café, canturrea, se acuerda de la quiniela, pero no recuerda si la ha terminado ni qué ha hecho con ella—. Hay que ver qué temporal, ¿eh?

—Pero ya va bien, ya, que llueva… —Dice el de la cresta. Mientras espera, pasea la mirada por las paredes desnudas del local y enciende un cigarro.
     


La chica de pelo rojo y largo vestido negro entra en el bar y saluda.
     

—Buenos días…     


El hombre tras la barra recuerda qué ha hecho con la quiniela: está en un cajón, bajo la caja registradora; echa un vistazo a la chica y luego a sus tetas.


—Buenos días, aunque… jeje… eso es un decir —Dice el de la cresta verde.

—Y usted que lo diga… —la chica se sienta en un taburete y efectúa un ligero masaje con la yema de los dedos índice y corazón en su sien derecha—. Hay que ver qué temporal...

—Es que el verano hace ya rato que acabó… —Dice el de la cresta verde, da una calada al cigarro, vuelve a mirar las paredes desnudas, canturrea.              


El hombre en mangas de camisa camina y sostiene diestramente, con su mano derecha, dos platitos con el café y el croissant, los deja frente al encrestado y mira las tetas.    
          

—Buenos días, señorita…

—Buenos días, aunque… jeje… eso es un decir —Dice, con voz cansada, la chica de pelo rojo.

—¡Hay que ver qué temporal! —Dice el encrestado, da un sorbo al café y se quema la lengua.

—Pero ya va bien, ya, que llueva… —Dice el hombre en mangas de camisa mientras abre un cajón bajo la caja registradora. Sobre su cabeza, en el techo, una bombilla se funde.

—Un café solo, por favor —Dice la chica, y echa un vistazo al paquete de tabaco de su compañero de barra. Junta las manos extendidas ante ella y frota, resopla.

—¡Marchando! —Dice el hombre con la quiniela en el bolsillo de la camisa. Se lava las manos, las seca con el paño, prepara el café, canturrea y sonríe; Hércules-Betis: equis, eso es seguro. 

El de la cresta se levanta del taburete y se acerca hasta él.


—¿Has oído lo de Paco? —Dice.

—¿Paco? ¿Qué Paco? —Dice el hombre tras la barra que rasca su oreja izquierda. La sordera avanza.

—¿Cómo que qué Paco? ¿Pues qué Paco va a ser? ¡El Paco Leha!

—¡Ah, el Leha! —dice el hombre que abre un cajón donde espera encontrar una bombilla de recambio, junto al estuche de terciopelo con el mercurio—. ¿Y qué dices que pasa con ese colgao?

—Pues pasa que le ha dao algo —Dice el encrestado, asomado a la barra: siempre ha querido saber qué hay en el interior de esos cajones enormes.

—¿Otra vez?

—Otra vez.

—Pues vaya con el Leha —Dice el hombre en mangas de camisa que sostiene, con la mano derecha, un platito con el café, y con la izquierda, una bombilla nueva. Deja el plato frente a la chica que dejó de fumar cuatro años atrás, cuando supo que estaba en estado; equis, eso seguro. El de la cresta le ayuda a cambiar la bombilla sosteniendo la escalera, y el hombre en mangas de camisa silba mientras desenrosca el cadáver halógeno súbitamente extinguido.
    

El chico risueño entra en el bar y saluda.      


—¡Buenos días!      


El hombre encaramado en lo alto de la escalera metálica se gira y mira hacia abajo. El encrestado bosteza, y la chica de pelo rojo le imita y supera en intensidad.     


—¡Buenos días! —dice el hombre que guarda la escalera y vuelve a su posición tras la barra; ¿o sería mejor un uno? No, mejor equis... ¿es tan seguro? —. Aunque… jeje… eso es un decir.

—¡Hay que ver qué temporal! —Dice el de la cresta, y despedaza un cuerno del croissant en trocitos pequeños, que luego distribuye alrededor del plato.

—Pero ya va bien, ya, que llueva… —dice el chico risueño que toma asiento en el único taburete libre, entre el de la cresta y la chica del pelo rojo—. Un cañón, por favor.

—¿Perdón? —Dice el hombre tras la barra. Sorprendentemente, la sordera retrocede un tanto.

—Quisiera un cañón, por favor —Repite el chico risueño. Las dos últimas noches las ha pasado con fiebre, pero eso a él no le importa, pues piensa que está creciendo. La cruda verdad es que su corazón está enfermo y no tardará en dejar de latir; una vez muerto, uñas y pelo no seguirán creciendo: hasta en eso os han estado mintiendo.    


El encrestado sofoca, como buenamente puede, una carcajada incipiente; con los pedazos del croissant, cincela un corazón sobre el plato y empieza a comérselo.     


—Me temo que no he entendido qué se supone que tengo que servirle —dice el hombre en mangas de camisa. “A veces las cosas se tuercen”, piensa, “y es entonces cuando no puedo evitar pensar cómo habré llegado yo aquí.”

—Un cañón —dice el chico risueño.
    


El de la cresta le echa un somero vistazo, sonríe y repara por vez primera en el cuadro que cuelga de una de las paredes. La chica de pelo rojo da un sorbo al café y piensa que dejar de fumar (incluso cuando ya no había razón para hacerlo) y prohibirse a sí misma pensar en ello, no fue más que una burda trampa auto impuesta que debió aprender a sortear, con habilidad y firme destreza, para llegar al final del día con la cabeza templada y la espalda exenta de doloroso, por lo profundo, sentimiento de pérdida.    


—Claro, claro… —dice el hombre tras la barra—. Si no es indiscreción, ¿podría preguntar para qué?

—¿Para qué qué? —Dice el chico risueño.

—¡Que para qué quiere usted el cañón! —Grita el hombre tras la barra, y mira al suelo mugriento; coño, ese cigarro está a medias.

—¿Qué cañón? —Dice el chico risueño.    


El de la cresta se levanta del taburete y ordena a sus pies que se muevan alternativamente y con paso firme para así soportar el bien repartido peso de su cuerpo enjuto. Los pies asimilan las órdenes, se ponen de acuerdo en el ritmo (un-dos-ep-aro, un-dos-ep-aro) e inician la marcha en dirección al cuadro de la pared. En el interior del marco, sobre el lienzo, hay una lechuza que pone los ojos en blanco, le mira y dice: "Escapa. Hazlo mientras puedas".
    

Y en el suelo mugriento, una cucaracha advierte a sus crías de los muchos peligros que aguardan ahí fuera.
 

—¿Cómo que qué cañón? —Dice el hombre tras la barra.


—No lo sé, usted ha dicho que para qué quiero el cañón… —Dice el chico risueño.

—¡Porque usted me lo ha pedido antes! —Dice el hombre que lava y seca sus manos con el paño que luego deja en la barra que sostiene el cenicero donde reposa el cigarro que ahora coge de nuevo y deposita en sus labios. Aspira.

—¿Que yo le he pedido un cañón?

—Es cierto, yo lo he escuchado, le ha pedido un cañón. ¿A que sí, mami? ¿A que le ha pedido un cañón? ¿A que si? —Dice una cría de cucaracha.

—No molestes a los señores, Laethicia, y date prisa o te quedarás sin tortilla… —Dice su madre, de nombre Leonora; de soltera: Haydsmïth.

—¿Y para qué quiero yo un cañón?

—Eso quisiera saber yo, para qué quiere usted un cañón —dice el hombre que apaga el cigarro, mira las tetas y se pregunta qué demonios debe estar haciendo el de la cresta verde mirando embobado la pared opuesta—. Si quiere que le diga la verdad, joven, creo que tiene usted un grave problema de oído.

—¿Quién, yo? —Dice el chico risueño. Su tono es sincero, sus manos demasiado pequeñas.

—¿Lo ve? —Dice, más animado, el hombre en mangas de camisa. Junto a él, un vaso rebosando vino tinto.

—¿Si veo qué? —Dice el chico risueño.

—El problema.

—¿Qué problema?

—¡El de oído!

—¿Pero qué problema?

—¿Lo ve? —Dice el hombre tras la barra que ríe sin saber porqué. Junto a él, un vaso vacío.
     


El encrestado recobra el sentido y se pregunta cómo ha llegado, despacio pero sin pausa, hasta la situación actual. En la pared: ningún cuadro; en su rostro: vergüenza, desconcierto.
    

   
El hombre tras la barra se sucede a sí mismo al buscarse en el fondo del vaso ahora-vacío-ahora-lleno.
    

El chico risueño se lleva la mano al pecho y duda de que todo esto esté sucediendo realmente.
    

La chica de pelo rojo enciende un cigarro sin derramar una lágrima. Ya sabes, va por dentro.
     

El hombre de la cresta verde abre la puerta y sale al exterior soleado.

 


Y en el cuadro, una lechuza sentada sobre un libro de tapas oscuras sonríe.

5 comentarios:

  1. ¿Y a las cucarachitas? ¿Eh, eh, eh? ¿Amas también a Laethizia y Leonora?

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  2. También. Y los vestidos rojos. Desprendo amor.

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  3. Wenas, me ha gustado mucho el cuento. Eso si, no consigo pillarle el sentido correcto creo, si es que lo tiene.

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  4. Pues muchas gracias, Arquero!

    Si te sirve de consuelo, yo tampoco tengo muy claro cuál es el sentido correcto (aunque tengo una ligera idea), pero casi mejor así, ¿no? Que cada uno lo interprete a su manera!

    Un saludo!

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Hala, despáchate a gusto. Pero ya sabes, pórtate bien o te despacho yo a ti, que para eso soy un mapache rabioso.